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Historias

Conoce la historia del doctor David y la pequeña Nyankir, Sudán del Sur

Fotografías: ©Lys Arango 

"En Sudán del Sur, se sigue muriendo un bebé cada diez nacidos vivos y una madre de cada cincuenta no sobrevive al parto".

El doctor David trabajó para el gobierno en Juba hasta que cansado de escuchar los testimonios de la guerra a distancia, decidió dejarlo todo y acercarse a ella. Al contrario de muchos, él no fue para luchar, sino para salvar vidas. “Trabajé como voluntario durante ocho meses en las zonas más afectadas por el conflicto. La situación requería la ayuda de todos y yo aporté lo que sabía”, explica al ser preguntado por la experiencia.

Uno de los asuntos que más le preocupa sobre la crisis de Sudán del Sur es la hambruna. Así que al regresar de la guerra se unió al equipo de nutrición de Acción contra el Hambre como responsable médico: “Apoyo al personal en el terreno, capacitándoles para identificar y tratar los casos de desnutrición con complicaciones médicas”, especifica. Y es que, ya sea moderada o severa, “la desnutrición aguda debilita el sistema inmunológico del niño y le coloca en un riesgo mucho mayor de morir a causa de diarrea, infecciones respiratorias y malaria”, explica el doctor.

La conversación se produce en el centro de estabilización de Malualkon, en la región de Northern Bahr el Ghazal, lindando con la frontera de Sudán. Aquí llegan los casos más graves. A la entrada, un gran patio, la tormenta amenazando y mujeres con sus hijos sentadas en el porche a la espera de que pase algo. Dentro, dos habitaciones repletas de camas individuales con sus respectivas mosquiteras. Las paredes, color ocre. La agonía de Nyankir, inundándolo todo.

Nyankir llegó en brazos de su madre y acompañada por su padre tras ocho horas caminando bajo un sol abrasador. Los enfermeros llamaron al doctor, sonaron las alarmas: Nyankir, de un año, sufría deshidratación severa. Un soplo de aire le podía costar la vida. “Urge hidratarle”, dice el doctor mientras se mueve rápido a su alrededor dando indicaciones al equipo. La niña esta arropada por los esqueléticos brazos de su madre, mientras el padre, sentado a su derecha en la cama, observa la situación angustiado, sin saber bien qué hacer o qué decir.

El bebé rechaza todo. No tiene fuerzas ni para tragar. El enfermero le coloca una vía y un líquido empieza a fluir por sus venas. Apenas se queja, solo emite un lloro lento, casi inaudible, mientras sus ojos se cierran y se abren con dificultad. Al poco rato, Nyankir se transforma en fuente: expulsa líquido por todos los orificios de su minúsculo cuerpo. “Está muy débil. Si continúa así debemos referirle al hospital de Aweil”, dice el doctor David, “pero está lejos, a una hora y media en coche. No sabemos si sobrevivirá al trayecto”. Otra vía, más espera, más angustia. Pasan los minutos como si fueran años hasta que la niña empieza a responder al tratamiento. Todos cogen aire. Lo sueltan. Respiran.

David, con su metro noventa de altura, tiene los pies bien plantados en el suelo y asegura que acabar con el hambre en Sudán del Sur no es una utopía: “Pero para ello no solo debe terminar la guerra, sino que también hay que fortalecer las instituciones públicas y al personal sanitario para que sea el gobierno quien lidere el cambio”. Un territorio, un pueblo, una bandera y un ejército no parecen suficientes, ni siquiera cuando están asentados sobre un colchón de petróleo. Se sigue muriendo un bebé cada diez nacidos vivos y una madre de cada cincuenta no sobrevive al parto, y el 85 por ciento de la salud pública está a cargo de organizaciones internacionales.

 

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