Nairín, migrante venezolana en Colombia: "huimos porque ya no teníamos comida ni medicinas"

En su Venezuela natal, Nairín madrugaba todos los días para hacer pan. Era su medio de vida, el sustento de sus hijas. Hasta que no tuvo nada que amasar. Unos meses antes, y viendo el devenir que amenazaba a la familia, su esposo migró a Colombia. Pronto encontró trabajo, y con lo que pudo ahorrar, mandó el dinero para que Nairín y las niñas se reunieran con él. Entonces parecía que dejar su casa no iba a ser tan malo, al fin y al cabo, se iban a encontrar de nuevo bajo el mismo sol. Pero sin un techo.

Eso era algo con lo que esta mujer de 23 años no contaba “he dejado mi casa para dormir en la calle, y esto era algo que nunca imaginé”. El camino ya presagiaba la dureza de su nueva vida, las trabas que el destino le tenía preparadas. “El dinero que tenía me alcanzó hasta Bucaramanga, así que tuve que hacer el resto del viaje caminando con las dos niñas”. Su marido las esperaba en San Gil, un poco más al sur, así que, “como si de una aventura se tratara, continuamos a pie”. Esta fue una de las experiencias más duras que ha enfrentado, sobre todo por la dificultad de moverse sola, de explicarle a sus hijas que había que dar un paso más. A pesar de ello, no duda de que tomaron la decisión acertada, y si pudiera volver atrás afirma que “hubiera emprendido el camino igual, en Venezuela ya no tenía comida ni medicamentos”.

Ahora, además, pasa por otro tipo de problemas que van haciendo mella no sólo en su condición física, sino también mentalmente. Y es que esta crisis ha revuelto su vida, y esto es algo que va asume con resignación, pero que haya trastocado la de sus hijas es lo que la mantiene despierta cada noche, lo que ronda su cabeza a lo largo del día. “Las niñas no lo han asumido, me piden ir a dormir a casa, pues no el tienden por qué han pasado de tener una cama a estar en un colchón en medio de la nada”.

Sin ningún tipo de ayuda o apoyo por parte de las instituciones públicas colombianas hasta el momento, y sin poder acceder a un empleo que dote de sentido y dignidad su vida, Nairín y su familia sobreviven en los aledaños de la estación de autobuses de Salitre, en Bogotá, gracias a la beneficencia de quienes llevan ropa o comida al grupo de migrantes de Venezuela que se ha ido formando en este enclave. A pocos metros de distancia hay un campamento gestionado por la alcaldía, pero que, dada la llegada masiva de migrantes, no da abasto para acoger a quienes llegan cada día cargados de incertidumbre.

Son muchas las personas que llegan al lugar, pero más las necesidades que tienen. Desde una carpa donde pasar las noches, acceso a un baño, a agua potable o atención médica. Al ser un espacio sin reconocimiento oficial, tampoco reciben ningún servicio que garantice unas condiciones de vida básicas. Así, los pocos pesos que consigue pidiendo los invierte en pagar el baño de la estación de autobuses para asear a las pequeñas. La mayor, de seis años, le pregunta, al cruzarse con otras niñas, porqué ella ya no va al colegio. “Y qué le respondes cuando la verdad es tan cruel, y lo último que quiero es que mi hija sufra, así que le digo que aquí ella aún es pequeña para ir al colegio, que pronto retomará sus clases”, incapaz de saber si le dice la verdad.

Pero cada vicisitud se transforma en un motivo para buscar una oportunidad. Espera que o ella o su marido puedan conseguir un empleo y dejar de caminar. Pero sobre todo espera volver a dormir una noche entera. Espera no despertarse de madrugada con la ansiedad y el miedo de que algo les ocurra a sus hijas. Espera no tener que mentirles nunca más. O que algo de lo que les ha dicho se haga realidad.

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