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Historias

Un año de la huida de los rohingyas: “¿Qué tipo de vida les espera a mis hijos?"

Anwara es Rohingya y tuvo que escapar de Myanmar a Bangladesh junto a su familia hace un año.

 

Anwara y su familia son rohingya y tuvieron que dejar su vida atrás para escapar de la violencia

Antes de entrar hay que quitarse los zapatos y dejarlos en la puerta para no manchar de barro la habitación. La mirada inquisitiva y el gesto preocupado de los niños me pilla por sorpresa. Para mí, son unas botas de senderismo cualquiera, cerradas y de corte alto; que se abrochan alrededor de los tobillos para poder moverte por las veredas fangosas del campamento. Aquí, son un recordatorio de los soldados que atacaron sus aldeas en Myanmar por lo que podrían reabrir las heridas de los últimos meses.

Anwara Begum tiene 40 años. Estos días pasados ha estado con fiebre y ayer fue al hospital para que le dieran un tratamiento. Espera mejorarse rápidamente y que las deplorables condiciones sanitarias en las que vive no le causen una recaída y pueda sentirse mejor en unos días.

Nos invita a sentarnos en una alfombra de tela que apenas cubre el suelo de tierra. Está muy oscuro y el humo acre proveniente del refugio de los vecinos causa una sensación de ardor en la garganta. En la habitación, su hija Mohsena, de 20 años, sostiene a su hijo sobre sus rodillas. Es el primer nieto de Anwara: nació tres días antes de que la familia tuviera que huir de Myanmar, donde sufrieron los actos violentos cometidos contra los rohingyas, una minoría musulmana oprimida. "Los soldados mataron a mi esposo. Lo llevaron junto con otros hombres a una escuela vecina. Acababa de dar a luz a mi hijo. Mi esposo nunca tuvo la oportunidad de verlo ", cuenta Mohsena.

Aquí, el niño no tiene ningún documento como las 700 000 personas que huyeron el agosto pasado. Él no es un refugiado, es un "nacional de Myanmar desplazado por la fuerza", según la declaración del gobierno de Bangladesh. Incluso en Myanmar, él tampoco existe. Los Rohingya son apátridas. No son reconocidos como ciudadanos birmanos.

Anwara reajusta el ligero velo que cubre su cabello. Detrás, sus hijos e hijas se han reunido para escuchar la historia de su madre. Algunos están sentados en el hueco contiguo que se usa como cocina. Cuando le preguntamos si se siente cómoda hablando frente a tanta gente a su alrededor, ella sonríe "todos los hemos vivido", responde antes de comenzar a contar su historia.

"Cuando huimos, no pudimos coger nada para comer. Algunas veces, de camino a la frontera, cruzamos pueblos desiertos. Entramos en casas vacías donde había quedado algo de comida. Aparte de eso, fue muy difícil encontrar comida. Recuerdo un día en particular que no encontramos ni comida ni agua durante todo el día y la noche. Estábamos perdidos en medio de la nada y no había ninguna casa cercana. La gente estaba hambrienta"

El viaje a la frontera duró diez días, un verdadero desafío para Mohsena, su hija mayor que acababa de dar a luz. "Apenas podía moverme, no me había recuperado de dar a luz. Fue horrible. Mantuve a mi hijo debajo de mi ropa, cerca de mi piel para mantenerlo calentito y callado. Me dolían las cicatrices y mis piernas estaban hinchadas. Tuvimos que cruzar un río a pie. Debido al estado del agua, cogí una infección que tardó en sanar ya que no podía pagar ningún medicamento".

En la esquina de la habitación, un niño pequeño está balbuceando, tratando de atraer la atención de su madre. Ziqbul Haq tiene tres años y es el hijo menor de Anwara. Apenas tenía dos años cuando huyeron. "Cerca de la frontera, la multitud era tan densa y todos estábamos tan angustiados que era difícil mantenerse en pie. Dos de mis hijos cayeron en un estanque de peces. Tosmin Ara, 6 años y Ziqbul Haq 2 años. Pasé mucho miedo, pero afortunadamente algunas personas los ayudaron a salir del agua con redes de pesca".

Después de haber cruzado la frontera, las primeras personas que ayudaron a la familia de Anwara fueron los bangladesíes. Ella nunca olvidará su solidaridad y generosidad. "Nos recibieron a pesar de que no teníamos nada. También recuerdo que esta fue la primera vez que conocí Acción contra el Hambre. Nos dieron una comida caliente. Era khichuri: hecho de arroz, lentejas, especias y verduras".

El asentamiento en el campamento fue difícil. No había nada cuando llegamos, excepto colinas repletas de bosque. La familia vivió durante varias semanas debajo de una lona de plástico atada entre los árboles antes de recibir los materiales necesarios para construir su refugio actual. Una ligera mejora que no les facilita la vida. Dos de los niños, uno de ellos era Ziqbul, cayeron rápidamente en un estado de desnutrición y fueron atendidos por el centro de salud de Acción contra el Hambre.

Hoy es el día de chequeo de Ziqbul. El niño ya no padece desnutrición, pero necesita ser monitoreado. Es su hermana mayor, Nur Fatema, de 10 años, quien lo lleva al centro de salud. Con el niño pequeño en su cadera, ella se pasea por el laberinto de refugios para llegar a la carretera que rodea el campamento. La circulación es densa y las interminables señales advierten que los camiones del ejército bangladesí conducen rápidamente, con la tarea de consolidar un nuevo camino a través del campo y las áreas circundantes. La nueva carretera medirá casi 15 kilómetros de largo y atravesará todo el campamento. El campamento se extiende hasta donde alcanza la vista y llega a casi 25 km, lo que representa el área total de la ciudad de Versalles.

Una vez en el centro, la pequeña y su hermano esperan en una esterilla que se han colocado en el suelo. Los equipos han instalado una pequeña pantalla de televisión que muestra dibujos animados. Ziqbul es examinado por las enfermeras; peso, altura, circunferencia del brazo, frecuencia cardíaca. Excepto por una fiebre leve, el niño progresa bien si se toman en consideración solo los criterios físicos. Después de haber recogido una ración de galletas energéticas para su hermano, Nur Fatema va al lugar donde se sirven las comidas calientes. Los voluntarios de la comunidad están repartiendo algunos platos de khichuri, el famoso plato nutricional. Cada día en el campamento se proporcionan más de 11 000 comidas. Antes de volver a su casa, se detienen en un área de juego administrada por los equipos de salud mental y apoyo psicológico.

Purno Prova Thanchanggya está a cargo de esta área: "hace un año, los niños estaban en un constante estado de terror. Se aferraban a la ropa de sus madres, escondiéndose detrás de ellas. Cuando les dábamos un juguete, se sentaban en silencio. Lo guardaban cerca de ellos pero no jugaban con él”. Cuando nos asomamos a la habitación donde unos veinte niños retozan alegremente, ocupados construyendo torres de colores o montando el columpio, es difícil imaginar el lugar lleno de miedo. "Están mucho mejor ahora", agrega Purno Prova, "se sienten seguros aquí". Incluso sus dibujos han cambiado, antes solían mostrar aldeas en llamas y personas muertas, ahora dibujan cosas felices". Paralelamente, durante las sesiones terapéuticas jugando con los niños, los equipos de Purno Prova escuchan y aconsejan a las madres y a quienes las acompañan sobre buenas prácticas de higiene y cuidado. Los niños desnutridos atendidos en el centro de salud también reciben un masaje y un baño para reforzar el vínculo madre-hijo. Si se detecta algún trauma, se les deriva a los tres psiquiatras del centro para recibir asistencia personalizada.

Anwara Begum también se participó en las sesiones de apoyo mental junto a sus hijos. "El año pasado, fue el momento culminante de un año de terror. Los ataques se volvieron recurrentes. Nos hacían la vida imposible. Esa noche, cuando los perros comenzaron a ladrar, supimos que habían llegado. Los hombres huyeron para esconderse y salvar sus vidas y las mujeres se apiñaron juntas para hacerse más valientes. Después de llegar a Bangladesh, me costó casi un mes y medio no reaccionar ante un ladrido. El apoyo psicológico me ayudó a superar este miedo para poder ayudar a los que están cerca de mí".

Mientras que su esposo, Farid Alom, de 55 años, clasifica las verduras en una canasta de mimbre que llevará a un mercado no lejos de aquí, Anwara contempla el futuro. "La palabra Shanti significa paz. Aquí, nadie va a atacarnos. Me siento libre en comparación con mi vida en Myanmar. Pero, como madre, me siento desesperada. No pasa un día sin que piense en mis hijos y mis nietos. ¿Qué tipo de vida les espera? Es un dolor constante, un pensamiento que siempre está en mi mente. He escuchado a personas decir que podríamos ser reubicados. Pero esta situación nos hará revivir el dolor que hemos pasado durante el desplazamiento y el asentamiento. Tendremos que comenzar todo de nuevo sin ninguna certeza sobre lo que va a suceder después. ¿Volver a nuestra tierra? Myanmar no es estable para nosotros, nuestro pueblo ha sido destruido. No quiero volver a vivir con miedo".

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