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Y yo... ¿dónde me confino?

 

Covid-19: Tribuna de Olivier Longué

En una situación sin precedentes, un tercio de la población mundial ha recibido la orden de confinarse. Pero lo primero que hay que tener para poder hacerlo es… una casa. Posiblemente con agua, luz, una tienda de alimentación no demasiado lejos y un salario a final de mes o unos ahorrillos. Algo no cuadra. Confinarse es un lujo inaccesible para millones de personas en el mundo. Especialmente cuando ni siquiera tienes un techo con el que protegerte del cielo ni una puerta que poder cerrar.

Por mi trabajo en África, Asia y América, conozco a muchísimas mujeres, hombres y niños que no podrán confinarse y crear la distancia social necesaria para que no campe el virus. En estos países, la economía informal, estos microcomercios de supervivencia, sólo se puede realizar en la calle. En Manila, una ciudad vibrante, miles de personas compiten a codazos por vender bolsitas de agua o refresco a los motoristas que paran unos segundos en los semáforos. Cuando terminan su jornada volverán a dormir a un suburbio de la ciudad, recorrido por aguas grises sobre las que chapotean pies cansados y descalzos. Unas chapas de aluminio, dos o tres cartones son sus únicos medios de aislamiento. En Bogotá, miles de migrantes venezolanos siguen viviendo bajo los puentes o hacinados en descampados. El cierre de la frontera oficial no les va a impedir seguir llegando porque a estas alturas sobradas pruebas existen de que el hambre no conoce fronteras. La única diferencia será que en las trochas ilegales no tendrán un control de la temperatura corporal. En muchos países, más de la mitad de la población depende de la economía informal, será básicamente imposible cerrar la ciudad por decreto ley y prohibir la venta de arepas, tamales o jabón. En Aarsal (Líbano) las precarias estructuras de ladrillo que algunos refugiados sirios habían construido tras ocho años de huida fueron demolidas el pasado verano por ser ilegales. Los refugiados pueden seguir viviendo en asentamientos informales, compartiendo familias de seis, siete u ocho miembros la “sala” principal de la tienda de plásticos, convertida en dormitorio al final del día. No solo será difícil confinarse en las ciudades. En las aldeas de Sélibaby, en Mauritania ¿cómo vamos a convencer a las mujeres de que dejen de ir juntas a buscar agua cuando estar en grupo era su única protección para recorrer los cinco kilómetros hasta la fuente? ¿Cómo se va a realizar la cosecha de mijo y cebada si no es en grupo, movilizando la solidaridad comunitaria para compensar la falta de tecnología?  

Esta pandemia ya tiene brotes en África, Asia o América Latina. La OMS desde hace unos días confirma que ningún país se ha librado del COVID19.  Aquí, debemos ser pacientes, disciplinados para que la ola de contagio se rompa. Nuestra frustración y preocupación por lo que va a pasar mañana es inmensa. Pero allí, donde no hay ni lugares para el confinamiento, ni otra opción que no sea el comercio a pie de calle, se junta la impotencia al terror frente a un drama inexorable.

Todos los esfuerzos van a ser pocos para limitar el contagio, cuidar a los enfermos y empezar a paliar las consecuencias socioeconómicas de la pandemia. Si de algo debe servir esta crisis es para entender que el mundo hoy es más vulnerable y también más pequeño que nunca. La humanidad es nuestra casa. Tiene un techo frágil y, contra el virus no tiene ni puerta ni paredes. Por eso, ayudar hoy a los que menos tienen no es solo solidaridad, es supervivencia. Porque si hoy perdemos nuestra casa ¿dónde nos confinaremos mañana?

 

Olivier Longué
Director general de Acción contra el Hambre   

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